"Quien tenga algo que objetar acerca de lo que yo escribo, sólo piense y recuerde que: Lo que expongo, es mi experiencia y mi pensamiento; no puedo exponer ni su experiencia ni su pensamiento. Si mi experiencia fuese igual que su experiencia y mi pensamiento fuese igual que su pensamiento, entonces usted sería yo... y de ello, a ambos nos libre Dios."
(José L. Dasilva N., manifiesto personal, xxxx)
"El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar, por medio de esta apropiación, el trabajo ajeno."
(Marx y Engels, Manifiesto Comunista, 1848)

domingo, 25 de octubre de 2009

Camilo, un recuerdo lejano

(Escenas de Ciudad)

Camilo era un hombre culto, ilustrado.
El casi no recuerda ya su historia.
Un día se hizo a la mar.
Hoy no sabría decir por qué.
Estudioso de la literatura y de la lengua hispana.
Filósofo, historiador, conoce el pentagrama al derecho y al revés.
Domina el inglés y se hace entender perfectamente en francés.
Tuvo miedo, dice.
Tuvo miedo de lo que venía.
Se dejó llevar por lo que le dijeron quienes sabían menos que él:
quienes -quizás también- valían menos que él, pero tenían más que perder.
Y un día se hizo a la mar.
Camilo, el maestro que nunca aprendió a nadar.
Cuarenta años pesan ya sobre su espalda, y, quien lo ve, dice que son muchos más. Ayer pasé por su lado.
Dormía echado sobre el pavimento frío del bulevar.
Le oí un quejido que me sonó a "por qué" e imaginé que soñando se preguntaba "por qué me dejé engañar".
El paraiso está a tus pies siempre donde sea que tú estás.
A menudo lo encuentro caminando el bulevar.
Mucha gente se aparta, le huyen como si le temieran; yo me detengo a conversar.
Debajo de los sucios harapos con que viste, detrás del hedor ocasional, de su permanente aliento maloliente a alcohol, hay una persona con una gran necesidad de ser rescatada de algo que ni él mismo entiende.
Yo no intento rescatarlo de nada.
No creo que, a estas alturas, él quiera, realmente, ser rescatado.
Me acerco a él porque me agrada su conversación y nunca me ha parecido un personaje peligroso.
Sólo por curiosidad, y un poco escéptico por saber hasta qué punto se inventa o dice verdad, cierto día le menciono un tema sobre el cual debo hacer una monografía como tarea escolar.
Me da una clase magistral en algo más de dos horas que dura nuestro encuentro.
Cuánta precisión en sus apreciaciones. Cuánta exactitud en sus planteamientos.
Cuánta lógica en sus conclusiones, según podría comprobar, después, tras la lectura de una buena cantidad de textos especializados.
Fue tan clara su exposición que intenté recordar sus propias palabras al momento de escribir mi ensayo.
En suma, me parecía, con mucho, más completo el conocimiento adquirido a través de Camilo que aquel otro impreso en los libros de texto.
Nunca tanto éxito volví a tener en toda mi vida de estudiante.
Nunca pude agradecérselo.
Fue aquella tarde la última vez que le vi.
Ahora, con los codos apoyados en el barandal del puente y la cara entre las manos, miro al bulevar que discurre por debajo, como siempre, pero no es ya ni la sombra de lo que fue; menos aún, de lo que pudo llegar a ser si alguien se hubiera ocupado de darle el más mínimo de los cuidados.
Intento ver la figura de Camilo echado en alguno de los rincones, debajo de alguno de los deteriorados bancos de cemento y me pregunto cuántos Camilos pasearon -y pasean- las calles de esta ciudad, empujados, quizás, por la falta de una mano en que apoyarse cuando el abismo se abre bajo sus pies para llevárselos y no devolverlos más.
¡Cuántas mentes brillantes ahogadas en alcohol, por las manos de la indigencia! ¡Cuánto científico!
¡Cuánto poeta!

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